miércoles, 21 de marzo de 2012

Santa María Francisca de las cinco llagas

Introdujo el culto a la Divina Pastora en Napoles

Nació en Nápoles (Italia) en 1715. Su padre era un tejedor, hombre de terrible mal genio. La mamá era una mujer extraordinariamente piadosa, la cual antes del nacimiento de la niña, ante los tratos tan violentos de su esposo y ante el misteriosos sueños que había tenido, le consultó el caso a San Francisco Jerónimo, el cual le profetizó que tendría una hija a la cual Dios le hablaría por medio de revelaciones.

Desde muy pequeña fue obligada por su padre a trabajar muchas horas cada día en su taller de hilados. Pero su madre aprovechaba todo rato libre para leerle libros piadosos y llevarla al templo a orar. El párroco, admirado de su piedad y viendo que se sabía de memoria el catecismo, la admitió a los 8 años a la Primera Comunión, y al año siguiente la encargó de preparar a varios niños.

Las demás obreras de la fábrica comentaban: "María Francisca trabaja las mismas horas que nosotras y hace el doble de hilados que las demás. ¿Qué será? ¿Vendrá su ángel de la guarda a ayudarla?." Y empezó a correr la noticia de que esta jovencita recibía especiales ayudas del cielo. Lo cierto es que cada día dedicaba cuatro o más horas a rezar, leer y meditar. Y cada mañana asistía muy devotamente a la Santa Misa.

Un domingo por la tarde, mientras preparaba unos niños a la Primera Comunión, de pronto se quedó callada como mirando a lo lejos y luego dijo: "José, Josecito: corra a su casa que su madre lo está necesitando. Vaya allá enseguida". El niño salió corriendo y encontró que a la madre le había dado un ataque y al caer había lanzado una lámpara encendida sobre un poco de ropa y se iba a producir un incendio. A tiempo pudo apagar las llamas y salvar la vida de su madre. La noticia corrió por todo el barrio, y la gente empezó a comentar que a esta muchacha le enviaba Dios mensajes extraordinarios.

Como era hermosa, el padre le consiguió un novio de clase rica. Pero María Francisca le dijo que ella había prometido a Dios conservarse soltera y virgen para dedicarse a la vida espiritual y a ayudar a salvar almas. El padre estalló en cólera y le dio violentos azotes. La encerró en una pieza a pan y agua por varios días. La jovencita aprovechó este encierro y este ayuno para dedicarse a orar y a meditar y a hacer penitencia. La madre logró hacer que un padre franciscano viniera a la casa y convenciera al furibundo padre para que dejara en libertad a su hija para escoger el futuro que más le agradara. El religioso logró convencer a Don Francisco Galo a que permitiera que su hija se dedicara a la vida espiritual, en vez de obligarla a contraer matrimonio.

El 8 de septiembre de 1731 recibió el hábito de Terciaria franciscana y siguió viviendo en su casa, pero con comportamientos de religiosa.

Como la gente comentaba que esta muchacha avisaba el futuro y leía las conciencias, un hombre de negocios le propuso a don Francisco que aprovechara las cualidades de su hija para conseguir mucho dinero. El padre le propuso entonces a María Francisca que se dedicara a adivinar la suerte a los demás y cobrara las consultas. Ella le dijo: "¿Papá, es qué has creído que yo soy adivina?" "No eres adivina", le respondió él, "pero eres una santa y lograrás que Dios te comunique el futuro de la gente". La joven le dijo humildemente: ¡Papá, yo no soy una santa. Yo soy una pobre criatura que lo único que hace es tratar de rezar con fe, pero no soy la que tú te estas imaginando. Y además nunca negociaré con lo que es de la religión!

Entonces el padre la castigó ferozmente a latigazos y a duras penas la madre logró sacarla de sus manos. La joven corrió aterrorizada a casa del Sr. Obispo, el cual se fue ante el juez y logró que a ese hombre le pusieran una sentencia de que si en adelante azotaba a su hija tendría que pagar una multa. Esto hizo que no la azotara más.

María Francisca era muy devota de la Pasión de Cristo, por eso al hacerse terciaria Franciscana tomó el nombre de María Francisca de las Cinco llagas. Y pasaba horas y horas meditando en la Pasión y Muerte de Jesús.

Frecuentemente mientras estaba en oración entraba en éxtasis (suspensión de la actividad de los nervios y de los sentidos, acompañada con visiones sobrenaturales). La Sma. Virgen se le aparecía y le traía mensajes. Pero también el demonio se le presentaba en forma de perro rabioso que la aterrorizaba. Afortunadamente descubrió que al hacer la señal de la cruz, y al pronunciar los nombres de Jesús, José y María lograba que el demonio saliera huyendo. Este fue el consejo que le oyó un día al crucifijo: "Cuando te asalten los ataques de los enemigos del alma haz la señal de la cruz, y además de invocar los nombres de las tres divinas personas de la Sma. Trinidad, debes decir varias veces: "Jesús, José y María".
Una señora la invitó a visitar un enfermo, pero la llevó a una casa en donde se efectuaba un baile inmoral. Ella huyó precipitadamente y se libró de la corrupción.

Cuando la madre se le murió, María Francisca se dio cuenta de que ante el temperamento tan violento de su padre, ella tenía que abandonar el hogar. Y un santo sacerdote le permitió que fuera atenderle la casa cural. Allí estuvo los últimos 38 años de su existencia, y ese tiempo le sucedieron muchos hechos misteriosos.

Un día estaba barriendo la sacristía cuando oyó una voz que le decía: "María Francisca, huya, salga huyendo rápido". Ella salió corriendo y minutos después se desplomó el techo de la sacristía. Así salvó su vida.

Cuando rezaba el viacrucis iba sufriendo algunos dolores parecidos a los que Jesús sufrió en el Huerto de los Olivos, en la flagelación, en la coronación de espinas, al llevar la cruz a cuestas y al ser crucificado. Cada Viernes Santo entraba en agonía como si estuviera muriendo en una cruz. Y todo esto lo ofrecía por la conversión de los pecadores, y el descanso de las benditas almas del purgatorio. Las gentes decían: "María Francisca saca más almas del purgatorio ella sola con sus sufrimientos, que todos nosotros con nuestras oraciones".

Unos de los fenómenos más extraordinarios de esta santa sucedieron durante la comunión. En tres ocasiones la Santa Hostia voló a posarse en sus labios. Una vez mientras el sacerdote decía: Este es el Cordero de Dios… la hostia que él tenía en la mano salió volando y fue a colocarse en la boca de la santa. Otra vez voló desde el Copón, y una tercera vez, al partir el celebrante la hostia grande, un pedazo de ella voló hacia la fervorosa mística que estaba aguardando turno para comulgar.

En la Navidad de 1741, el Niño Jesús le habló y le dijo: "Quiero que seamos amigos para siempre". Fue tan grande la emoción de ella al oírle esto a Nuestro Señor, que quedó ciega por 24 horas. Después recobró otra vez la vista y el resto de su vida lo dedicó por completo a amar a Jesús y a hacerlo amar por los demás.

Le aparecieron las cinco llagas o heridas de Jesús en su cuerpo. Su salud era muy defectuosa y las enfermedades la hacían sufrir enormemente. Cuando su padre estaba moribundo le pidió a Dios que le pasara a ella los dolores que el pobre hombre estaba padeciendo, y así sucedió con espantables sufrimientos para la santa mujer. Pero con estos sufrimientos logró convertir a su padre y a muchos pecadores más. En sueños veía a varias almas del purgatorio que le suplicaban ofreciera por ellas sus sufrimientos ya sí lo hacía. Muchas personas la trataron muy mal y ella ofrecía con paciencia estos malos tratos rezando por quienes le ofendían, y tratando bien a quienes le trataban mal. Las gentes murmuraban contra ella y le inventaban lo que no era cierto, pero ella callaba, para asemejarse a Jesús que callaba en su Pasión. A su director espiritual le dijo un día: "He sufrido en mi vida todo lo que una persona humana puede sufrir. Pero todo ha sido por amor a Dios". Y le añadía: ¡Padre, sean muy bondadosos con las personas que los vienen a consultar. No sean duros con nadie!.

Anunció que iban a llegar muy pronto unos sufrimientos terribilísimos para la Iglesia Católica (y en aquellos años llegaron las feroces persecuciones de la Revolución Francesa que ocasionaron tantísimas muertes de católicos). Pidió a Dios que no permitiera que ella presenciara estos desastres, y murió cuando estaban empezando.

El culto de la Divina Pastora en Nápoles y Santa Francisca de las cinco llagas

La expansión y conocimiento de la Virgen María en este singular título tuvo como cooperadores a los padres alcantarinos, orden de origen español allí establecida, y al duque de Montemar, pariente de fray Isidoro, que acompañó al rey Carlos a Nápoles. Pero la gran propagadora de la Divina Pastora fue María Francisca de las Cinco Llagas, monja terciaria franciscana, proclamada santa en 1867 por el papa Pío IX.

Hacia 1742, aparecen en Nápoles muchas estampas y grabados de la Divina Pastora llevados por los padres alcantarinos. Una de ellas cae en manos del padre Salvador de Santa María, confesor de María Francisca, a quien da la imagen para su provecho espiritual. La santa, nada más verla, entra en éxtasis y ve a la Virgen María ataviada de Pastora, encomendándole la extensión de su culto y devoción en la ciudad. Desde aquel momento, encarga al padre Salvador que le traiga cuantas medallas y estampas de la Virgen consiga con el fin de propagar tan edificante devoción. La santa solía llevar un cuadrito de la Divina Pastora cuando visitaba enfermos y hacía sus obras de caridad.

Cuenta el padre Ardales, que en uno de sus frecuentes arrebatos místicos vio a la Divina Pastora y postrándose ante ella se declaró su esclava, pronunciando la siguiente fórmula de juramento: Y con el fin de que se sepa que yo soy vuestra feliz oveja, me contrasigno por tal, con ligadura de amor y de dependencia; y os ruego que así como yo me obligo externamente para con vos, así dignaos vos ligar internamente mi alma y mi corazón a vuestro corazón y a vuestra alma.

La vida de María Francisca como religiosa se caracterizó por un profundo misticismo, una dura penitencia y una ferviente creencia en la oración. Vivió en una época de santos y predicadores, fundadores de órdenes que influyeron decisivamente en la sociedad del momento. La misma María Francisca pudo conocer y trató a varios de ellos, con el consiguiente beneficio espiritual.

Habia nacido en Nápoles el 25 de marzo de 1715, día de la Encarnación, fecha premonitoria de la gran devoción que tendría a María en su vida. Era hija de Francisco Gallo, comerciante de cierto nivel económico, y de Bárbara Basini y recibió en el bautismo el nombre de Ana María Rosa Nicolasa. El padre era de carácter violento, y por esta causa, la madre sufría tanto que decidió pedir consejo a dos religiosos con fama de santidad: el franciscano fray Juan José de la Cruz y el padre jesuita Francisco de Jerónimo. Ambos la animaron y ayudaron a soportar las violencias del marido, al tiempo que profetizaron sobre el hijo que iba a nacer, diciéndole cuida bien a esta niña que está para nacer porque será una gran santa.

En efecto, desde muy pequeña se manifestó en Ana María un vivo deseo por la práctica religiosa, de tal manera, que recibió la primera comunión a los siete años, edad extraña para su época. Su devoción se centraba en la Pasión de Cristo, sobre la que meditaba y se mortificaba. Tanto destacaban su unción y recogimiento en las cosas del Señor, que ya desde muy niña, comenzaron a llamarla la santita.

A los dieciséis años el padre concierta su matrimonio con un joven, como era costumbre en la época. Francisco Gallo deseaba alcanzar con el casamiento de su hija una mejoría en su posición económica, puesto que el futuro marido pertenecía a una rica familia; el muchacho se había enamorado no sólo de la belleza de Ana María, sino también de sus muchas virtudes espirituales.

La joven, sin embargo, tenía otros planes. Decidida desde la niñez a consagrarse por entero a Dios, rechazó el matrimonio concertado. Se dice que contestó a la propuesta de su padre: Padre mío, no tengas pena ni te preocupes por mí respecto a este punto, porque no quiero saber nada del mundo. Hace tiempo que deseo vestir el hábito religioso de San Pedro de Alcántara, y ya desde ahora os pido autorización para ello. Francisco, al escuchar estas palabras, no pudo contener su ira, y golpeó y encerró a su hija en su habitación castigándola a pan y agua.

La madre, intentó por todos los medios acabar con la triste situación, pero viendo que su iracundo marido no cedía, decidió recurrir al padre Teófilo, fraile de la Observancia. Éste con infinita paciencia, y ayudado, sin duda por el Señor, logró convencer a Francisco de su malvada e injusta actitud, puesto que con sus deseos mundanos se oponía a los designios de Dios para con su hija. Resignado, y quizás arrepentido, otorgó su autorización para que Ana María ingresara en la Orden Tercera de San Francisco. Esta toma de hábito no suponía su ingreso en un convento. Los terciarios vivían en sus casas, aunque aplicaban en su diario quehacer la Regla que habían asumido. Se consagraban personalmente a Dios, aunque sin abandonar su ambiente familiar.

El ansiado día llegó el 18 de septiembre de 1731, Ana María recibió el hábito de la Orden Tercera en la iglesia de los franciscanos de la Reforma de San Pedro de Alcántara de Nápoles, cambiando su nombre por el de María Francisca de las Cinco Llagas de Ntro. Señor Jesucristo, por ser devota de la Pasión del Señor. A partir de ahora viviría bajo la estricta regla de vida que había aceptado, siendo su director espiritual el padre José de la Cruz de Santa Lucía del Monte, futuro santo.

Comenzada la vida religiosa, María Francisca tuvo una serie de experiencias místicas extraordinarias: sufría en su carne los dolores de la Pasión de Cristo cuando meditaba sobre ellos, llegó a tener estigmas en su cuerpo, profetizó la santidad al barnabita Francisco Javier Bianchi, y gozó de la aparición de María como Divina Pastora en varias ocasiones. Los sucesos milagrosos relacionados con sus obras de caridad, sus oraciones y mortificaciones también la hicieron sufrir. Fue declarada sospechosa y visionaria, para algunos era una farsante, así que las autoridades eclesiásticas decidieron vigilarla. Para ello confiaron su dirección espiritual al padre Ignacio Mostillo, párroco de Santa María, quien le hizo pasar duras pruebas hasta convencerse de la santidad de María Francisca. Él mismo declararía que era una gran sierva de Dios, una santa viviente.

María Francisca continuó llevando su vida de piedad, ejemplo y difusión de la devoción a la Divina Pastora hasta su muerte. Falleció el 6 de octubre de 1791 a los 76 años de edad. Se cuenta que al conocer la noticia de su fallecimiento, la gente corría por las calles de Nápoles gritando: La santa ha muerto, la monja santa ha muerto. Fue enterrada en la iglesia de Santa Lucía del Monte, junto al sepulcro de otro santo que trató en vida, San Juan José de la Cruz. Su cuerpo se conserva incorrupto, uno de los más evidentes símbolos de santidad para algunos.


El cuerpo de la Santa se conserva incorrupto.
Muy poco tiempo después de su muerte, se comenzó a postular la causa de su beatificación, siendo su principal promotor el padre Bianchi, a quien ella había predicho la santidad, y al que prometió se la aparecería tres días antes de su muerte. Así sucedió, y el franciscano Francisco Javier Bianchi, pudo verla tres días antes de morir el 28 de enero de 1815.

Fue declarada venerable por Pío VII el 18 de mayo de 1803, beata por Gregorio XVI el 12 de noviembre de 1843, y finalmente santa por Pío IX el 29 de junio de 1867. Tanta es su devoción en Nápoles, que en 1901 fue declarada copatrona de la ciudad, junto a San Genaro.

Se conserva su casa en la que puede visitarse un oratorio realizado en la que fuera su alcoba, presidido por un retablo con el crucifijo ante el que solía rezar, y del cual, es tradición recibió los estigmas de la Pasión. También hay establecido allí un Instituto de Hermanas Terciarias Franciscanas.

Su fiesta se celebra hoy, 21 de marzo.

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