martes, 8 de febrero de 2011

8 de septiembre


Significado litúrgico, teológico y popular

Antes de que irrumpan las inclemencias otoñales, llegando septiembre, los árboles ofrecen sus últimos frutos madurados por el sol. El calor del membrillo, como llaman nuestros mayores a los últimos estragos del verano, trae consigo el alivio esperado para nuestros cuerpos y quehaceres cotidianos.
Hermoso es descubrir en esta ebullición de la vida y de las estaciones, la presencia de Dios que, a su debido tiempo, nutre y sostiene a sus criaturas. Acción de gracias continua al Señor Creador, que en la tierra nos habló mediante parábolas de higueras, viñas, mieses, panes y peces, acariciando las espigas doradas por el astro solar cuando paseaba con sus discípulos. El que se identifica con la vid y nos llama sarmientos suyos, sale de nuevo a nuestro encuentro en un septembrino mes donde el redil eucarístico ofrece al Padre el fruto trigueño y vinícola de sus labores para que se conviertan en el fruto de nuestra redención. Así es como en este tiempo de frutos maduros y alivios estivales, la Iglesia vuelve a hacer memoria festiva de la Natividad de la Santísima Virgen María, pues, con ella, palpamos las primicias de la salvación, comienza a madurar la plenitud de los tiempos y el alivio de nuestras almas. ¡Creced, hermosa planta, y dad el fruto presto en sazón, por quien el alma espera cambiar en ropa gozante el luto que la gran culpa le vistió primera! ¡Qué alivio sienten nuestras almas cuando celebramos a la recién nacida Pastorcita encantadora contemplándola cual ansiado renuevo del tronco de Jesé y cual excelsa Hija de Sión en brazos de la Señora Santa Ana y del Señor San Joaquín!
El Oficio Divino del 8 de septiembre resume el motivo de tanto regocijo: Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunció la alegría a todo el mundo. De ti nació el sol de la justicia, Cristo, nuestro Dios, que, borrando la maldición, nos trajo la bendición, y, triunfando de la muerte, nos dio la vida eterna. Efectivamente, el nacimiento de María anuncia la llegada del Salvador que Zacarías bendijera mediante el himno que, aún hoy, la Iglesia canta cada día con el Benedictus: Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1, 78-79). Con el nacimiento de María, pues, el pueblo de la antigua alianza vislumbra la aurora de la redención, la llegada de Cristo, la luz que ilumina las tinieblas de este mundo.
El evangelio que se proclama el 8 de septiembre narra la genealogía de Jesucristo (Mt 1, 1-16, 18-23): Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá... y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. La paciente y debida escucha de este pausado evangelio nos descubre la peregrinación del pueblo elegido mediante la genealogía de Jesucristo, el hijo de María, en el que se cumplen definitivamente las promesas que Dios hizo al patriarca Abrahán y al rey David. Con María, el fruto más excelso del pueblo de la antigua alianza, culmina el largo proceso de espera mesiánica e inicia la etapa de la nueva alianza sellada con el misterio de Cristo. Una larga historia de amor entre Dios y la humanidad, que brota de la entrañable misericordia divina (Lc 2, 78) y es proclamada en labios de María por toda la creación: Auxilia a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre (Lc 1, 54-55).
De este modo podemos entender que, si Cristo es simbólicamente la luz o el sol que disipa las tinieblas, María es la aurora que anuncia el amanecer de un nuevo día en el que el resplandor de la luz de Cristo lo ilumina y vitaliza todo. El Sol que la había madurado como el mejor fruto de la creación, ocupó nueve lunas su entraña y, como si de un tálamo nupcial ―donde el esposo y la esposa consuman su alianza matrimonial― se tratara, en su seno el Padre consumó las nupcias entre la naturaleza humana y divina al efectuar el misterio de la encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo. En este sentido, canta el himno de Laudes del 8 de septiembre:
Hoy nace una clara estrella,tan divina y celestial,que, con ser estrella, es tal,que el mismo Sol nace de ella.
De Ana y de Joaquín, orientede aquella estrella divina,sale su luz clara y dignade ser pura eternamente:el alba más clara y bellano le puede ser igual,que, con ser estrella, es tal,que el mismo Sol nace de ella.
No le iguala lumbre algunade cuantas bordan el cielo,porque es el humilde suelode sus pies la blanca luna:nace en el suelo tan bellay con luz tan celestial,que, con ser estrella, es tal,que el mismo Sol nace de ella.
Recuérdese, en este sentido, la estrella de la cabeza de la oveja que acaricia la imagen de la Divina Pastora de Cantillana, significativo detalle que revela la identidad de la mencionada oveja: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Él es el Mesías esperado sobre el que se posara la estrella de Belén buscada por los magos de oriente (Mt 2, 1-12); el lucero brillante de la mañana (Ap 22, 16) del que la Mejor Pastora Asunta (...el alba más clara y bella no le puede ser igual...) destella cual radiante aurora que anuncia la salvación del mundo porque... con ser estrella, es tal, que el mismo Sol nace de ella.
No es casualidad que la estrella sea de 8 puntas, número simbólico de la plenitud del octavo día, es decir, de la nueva creación iniciada en el domingo en que el Cordero degollado y resucitado venció las tinieblas de nuestro pecado y de nuestra muerte. El domingo es el primer día de la semana, día en que Dios empezó la creación del mundo para terminarla y descansar el séptimo día, es decir, el sábado (Gen 1, 1-2, 4). Pues bien, Cristo resucitó en el domingo, día que supera al sábado para convertirse en un octavo día en el que con su resurrección comienza la nueva y definitiva creación en la que todo irá siendo recapitulado en Cristo. De este modo, desde las primeras comunidades cristianas, el día del Señor, el domingo, el octavo día, fue considerado fiesta de Cristo-luz y figura de la eternidad. Por eso, las estrellas de ocho puntas representaban para los cristianos al Cristo pascual y escatológico, el Señor resucitado que inicia la nueva creación y nos hace partícipes de su muerte y resurrección. Este significado explica por qué se representaban continuamente las estrellas de ocho puntas en las catacumbas, como símbolo de la luz de Cristo que disipará en el último día la oscuridad de la muerte con la resurrección prometida a los que allí “duermen” (de aquí el término koimiterium ‘lugar donde se duerme’: cementerio).
Octavo es también el día septembrino en el que se celebra la fiesta de la Natividad de la Virgen. Si tenemos en cuenta que en María contemplamos ya cumplida la plenitud de los frutos de la redención operada por Cristo y que toda la Iglesia ansía, hemos de afirmar que la Mejor Pastora Asunta experimenta ya en la gloria aquello que significa el octavo día: la resurrección de Cristo a la que todos estamos llamados a participar en el día final. Quizás la enjundia teológica del número 8 fijara la fiesta de su natividad en un día octavo como indicio de las primicias salvíficas que anunciaban el nacimiento de la Madre del Señor. El 8 de septiembre era, pues, estimado fiesta inaugural de los misterios cristológicos, como bien entendiera San Andrés de Creta: La presente festividad es para nosotros el principio de las solemnidades. […] Este bienaventurado comienzo de las festividades, que lleva en la cabeza la luz de la virginidad, que ostenta una corona de flores espirituales recogidos en los prados de la Escritura y que está llena de la gracia divina, ofrece al universo una general alegría, diciendo: tened confianza, hoy es la fiesta natalicia y la restauración del género humano. Nace la Virgen y es cuidada, modelada y preparada para ser la Madre de Dios, el Rey Soberano de los siglos. Alégrese toda la creación, salte de gozo y aplauda con sus manos, pues hoy nos ha nacido una niña, a través de la cual nos llega la salvación y viene a nosotros el Redentor de todo el mundo, Cristo Jesús, el Verbo de Dios, el que es y que era y que vendrá (Ap 1, 4) y permanece por los siglos.
Precisamente, este preanuncio o proemio de la salvación acontecido con el nacimiento de la Virgen hacía oportuno coincidir su fiesta con el principio del año litúrgico bizantino, es decir, en el mes de septiembre, dando comienzo al ciclo de fiestas que concluyen con la Dormición o Asunción de María el 15 de agosto. ¡Qué hermoso iniciar y culminar así el ciclo litúrgico contemplando a María! Su natividad anuncia la salvación y su asunción testimonia los frutos de la misma ya cumplidos para gozne y esperanza de la Iglesia peregrina en el mundo: Entretanto, la madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Pe 3, 10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.
El origen de esta fiesta natalicia se halla relacionado con la veneración de la casa natal de la Virgen en Jerusalén, cercana a la llamada Piscina Probática o, valga la pastoril coincidencia, de las ovejas, debido a la antigua tradición que identifica al padre de la Virgen como propietario de rebaños de ovejas, las cuales eran lavadas en la mencionada piscina antes de ser inmoladas en el templo. Y, para coincidencias, lean atentos estos párrafos de la homilía de la Natividad de la Virgen de San Juan Damasceno: Levantad vuestra voz, levantadla, no temáis, porque hoy nos ha nacido en la santa Probática, la Madre de Dios, de la cual quiso nacer el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo [...] Salve, oh Probática, sacratísimo santuario de la Madre de Dios. Salve, oh Probática, casa paterna de la Reina. Salve, oh Probática, en tiempos pasados aprisco de ovejas de Joaquín y ahora iglesia, que vienes a ser como un cielo, para el rebaño espiritual de Cristo. ¡Qué bucólicos y pastoriles los orígenes de la fiesta natalicia septembrina como dulce adalid del matiz pastoreño que desde 1703 alcanzara dicha fecha del calendario litúrgico!
Parece que no podía ser de otra manera el hecho de que la advocación mariana de la Divina Pastora naciese en fiesta tan natalicia como la de la Virgen, pues fue un 8 de septiembre cuando fray Isidoro dio a conocer en la sevillana Alameda de Hércules aquella inspiración o dichosa visión que tuvo un 24 de junio: El día, pues, ocho de septiembre del referido año de mil setecientos y tres fue el primero, que se dejó ver en las calles, y plazas de Sevilla, la Imagen de María Santísima, con el traje, y título de Pastora, pintado por un excelentísimo pintor, la primera que con este título, y traje se ha pintado en el mundo. Entre sones de órgano y violines escuchamos en la novena aquella pastoreña romanza del siglo XIX que termina exclamando: ¡Bendito el instante que Dios te creó, bendita la hora que el mundo te vio! Musicales piropos septembrinos que hicieron de emblema durante el tercer centenario del nacimiento de la devoción pastoreña, grabados en lo más alto del arco triunfal erigido en la plaza del Llano para tal inolvidable conmemoración, sellada con la imposición del preciado cayado que, el 8 de septiembre de 2003, Cantillana ofreció como singularísimo homenaje a la que desde el cielo dispensa presto patrocinio.
Patrocinio. Ésta era la festividad mariana que acogió los cultos pastoreños en Cantillana, la del Patrocinio de Nuestra Señora, el segundo domingo de noviembre, como lo demuestran las primitivas reglas de 1805: Se ordena que el día del Patrocinio de María Santísima se celebre una fiesta en la Iglesia Parroquial, donde esté la Imagen y el altar de la Pastora, con sermón y misa cantada. No debe extrañarnos que por entonces la preferencia de los cultos se concentraran en la festividad del Patrocinio de la Virgen, puesto que fray Isidoro, fundador de la hermandad cantillanera, sentía devota predilección por esta celebración mariana, hasta el punto de deseara morir en esa fecha para hallar más cercano el patrocinio de su celestial Pastora. Y así sucedió, ya que falleció en vísperas de la citada fiesta. Sin embargo, no podemos descartar que los pastoreños de entonces festejaran también con especial matiz el 8 de septiembre, como parecen testimoniar las dos novenas que ya por 1810 se celebraban. En el libro de cuentas del citado año aparecen los gastos de ambas novenas, una de las ánimas y otra de la Pastora, una por noviembre y otra, probablemente, en septiembre. La primera referencia escrita explícita sobre la procesión del 8 de septiembre con la imagen de la Divina Pastora proviene de una carta que en 1860 dirigió el gobernador civil al cardenal de Sevilla confirmando, en el contexto de una súplica en representación del pueblo ante la posible prohibición de la misma, la salida anual, que hace con su imagen la Hermandad de la Pastora..., testimoniando así que a mediados del siglo XIX ya estaba bien arraigada, consolidada y asentada la celebración pastoreña septembrina. Baste también recordar la convocatoria de 1863 que dice: El día 8 de septiembre saldrá en procesión a las seis de la tarde la imagen de la Divina Pastora, disparándose escogidos fuegos artificiales... De este modo el fervor y el entusiasmo volcado por los pastoreños en la fiesta del 8 de septiembre eclipsó el resto de las celebraciones que la hermandad realizaba a lo largo del año, influyendo también en ello la importancia que fueron alcanzando las fiestas estivales por el favor climatológico del verano y la rivalidad creciente con la Hermandad de la Asunción, cuya fiesta principal se celebraba el día 15 de agosto.
Del fervor con que los pastoreños festejan el 8 de septiembre no cabe duda, pudiéndose encontrar numerosos testimonios escritos que aun conmocionan al lector, como aquel que con motivo de la visita del Arzobispo Marcelo Spínola en 1900 dice: el Sr. Arzobispo agradecía en el alma tanto amor; pero aún más que estas manifestaciones, le complació ver el templo henchido literalmente de fieles tanto en la función como en la novena, y rodeada la imagen de la Pastora, cuando recorrió procesionalmente las calles de muchedumbre incontable de personas de toda clase y condición, que vitoreaban a la Reina del cielo con fervor rayano en delirio. Fray Juan Bautista de Ardales, en su visita de 1927 comentaba: La procesión de la noche con la imagen, entre arcos de flores y luces y el clamoreo del fervor del pueblo, es algo tan emotivo y fantástico que se recuerda como un sueño o visión. Estremecen testimonios tan remotos que parecen describir el octavo septembrino tal y como hoy lo vivimos. Ochos de septiembre ininterrumpidos de experiencias regocijantes, pero también de momentos agridulces donde emergen esperanzas y valentías imparables. Recuérdese por ejemplo, ahora que se hace especial memoria de la República, como en 1932, a pesar de las prohibiciones y las feroces amenazas en contra de las procesiones religiosas, la insistencia de los pastoreños al presidente Niceto Alcalá Zamora y el coraje de su arraigada devoción, consiguieron que la lograda procesión de aquel año tuviese loado eco en Sevilla: Aquí ya se contó con todos los permisos. Se celebró una función a la Divina Pastora, de las que echan humo. Y se sacó en procesión, hasta que se quedaron roncos de dar vivas a la Divina Pastora. Así se hace. El 8 de septiembre de 1936, atípico y desgarrador como ninguno, quedaba de este modo testimoniado por Manuel Ríos Sarmiento: Este año ha salido la Pastora de una manera anormal; lo ha hecho a media tarde para poderla recoger antes de que llegasen las negruras de la noche [...] La Virgen llevaba en la mano derecha, como única alhaja, una cinta con los colores benditos de la bandera española. La Patria en la mano de la Virgen, así debió ser siempre y se hubiera evitado la tragedia. La emoción este año ha sido diferente de los años anteriores; se conmovían las personas al encontrarse sus miradas; quien no lloraba era porque ya no le quedaban lágrimas; se confundían el sentimiento de la Patria con el de la fe, como expresión de un solo sentir se gritaba, ¡Viva España de la Pastora Divina! ¡Viva la Pastora Divina de España! Emocionantísima la descripción del “sinvivir” de un 8 de septiembre en la lejanía por Juan Ríos y Pérez Vargas: Yo no sé, Pastora Divina de Cantillana, si también este año dejaré de verte en el reinado luminoso del día ocho; pero si la vida me obliga a no verte, sabes que mi alma te acompaña, hecha plumón blanco en la paloma que en tu regazo anida. Con amor infinito, silenciosamente, tan silencioso como los cipreses que velan un nicho, yo he de estar contigo, te he de sentir junto en la madrugada única. Sé que si vas a Cantillana en la fiesta de la Pastora Divina, al ver a la que es Luz bajo las luces de los arcos triunfales, y ver la imagen prodigiosa rodeada de palomas que duermen en sus manos, en su falda, atraídas por sus ojos, ellos también te atraerán a ti y te enamorarás de Ella como me enamoré yo. Y la harás causa y principio de tu vida. Y la proclamarás Madre y la proclamarás Reina, y aun si no eres creyente, de tu boca saldrá, ante su paso menudo, un espontáneo, un sincero: “!Viva la Pastora Divina!” Este es el día 8. Una noche augusta. Cabrilleo de estrellas y rutilar de almas. La luna, mientras, tejiendo hilos de plata como estelas de espuma, y el sol, dormido, prendido en los encajes del sombrero de la Pastora Divina de Cantillana.

Cielo y tierra, astros y almas, recuerdos y anhelos... recapitulados cada 8 de septiembre en los benditísimos ojos de la Pastora Divina. Bajo su patrocinio está Cantillana, conducida a las praderas del Buen Pastor por su cayado de perlas de gracias derramadas. Ella intercede por nosotros ante el Cordero y contempla gozosa los 8 septembrinos en los que Cantillana se hace diana de cohetes, mantilla sembrada, demandanta zalamera, música de adalides, violín de novena, rosario de vísperas, risco de amores, aroma de lentisco, rosal de avemarías, almendro florecido, cristal de arañas, ondeante bandera, arco triunfal, alumbrado deslumbrante, misa de alba, función principal, juramento de realeza, redil eucarístico, son de pasodobles, moñita de pecho henchido, nardo de canastilla, peña de corchos, ramillete de jazmines, rosaleda de campanas, cincelada argéntea, impaciente espera, procesión augusta, peregrinación de almas, piropos encendidos, palmas de gloria, ayes de corazones enamorados y vivas de gargantas rotas que vibran al unísono ante la Aurora que precede al Sol de la justicia, Cristo nuestro Señor, ¡dichosa Virgen María!
Día natalicio de la Señora..., día de la Pastora... Todo coincidencias enhebradas por la gracia divina: De Jerusalén a Cantillana. Todo bucólico, todo campestre y pastoril en un sinfín de pinceladas: montes de Oriente, aguas de Probática, álamos de Hércules, Martín Rey de rosas...
Y así, el Risco de la Virgen se me antoja cual Probática en la que bullen los manantiales de la gracia descendiendo entre collados y praderas de álamos y rosales al que acuden, para satisfacer su sed de Dios, las ovejas del redil eucarístico de la Pastora, de la Pastorcita encantadora que nace en el suelo tan bella y con luz tan celestial, que, con ser estrella, es tal, que el mismo Sol nace de ella.

Rvdo. Alvaro Román Villalón, Pbro.

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