miércoles, 7 de septiembre de 2011

Con la Oración en los ojos


Duermen en las eras las gavillas su sueño estival, en espera de ir a las parvas donde el sol entre polvo deja caer el grano bendito; se resecan los rubios maíces hasta convertirse en piedras preciosas escarlatas y carmesíes; el sol hace fuego la sangre del campo. Sudorosas, caminan cansinas las bestias y hasta el río grande de orillas abiertas como un mar pequeño, y hasta el regajillo de sed se consumen; hay fuego en la tierra, en el aire, en los cuerpos y en las almas, esperando el consuelo del agua hechicera que la sed apacigüe en sus gargantas secas.
Con ese ambiente de asfixia se acerca en Cantillana el mes de septiembre y despereza su sueño estival ante las brisas refrescantes. La vida espiritual tiene mucha semejanza con la vida material. Llega el día ocho del mes septembrino y las almas cansadas y exhaustas del duro estiaje de un año entero de luchas y dolores, sienten la esperanza de que se acercan a la fuente que ha de calmarle la sed insaciada. Y Cantillana mira como agua del cielo a la Divina Pastora.

Porque al salir la Pastora por las calles del pueblo, sus devotos sienten la tensión convulsa del esperado prodigio. La Virgen, caminando despacio, va secando sudores con su fino pañuelo de profundas esperanzas.

La Pastora, en las calles, sobre el risco áspero de sus empedrados, no tiene movimiento descompasado. Todo es ritmo y armonía. Y es que Ella no pisa sobre las agudas aristas de los guijarros duros. Alada y sutil, su caminar de lucero es de ángel, de espíritu, dulce caricia.

A su paso, el dolor y la alegría se desgranan a sus pies en sentido homenaje de fe y devoción. El viejo llora sus seres perdidos y en el recuerdo de su vida van pasando otros días menos atormentados. El joven inválido ofrece sus miembros paralíticos que quisieran sostenerla. El rico y el pobre, unidos fraternalmente por el rasante de la pena, piden y rezan.

Y hasta el campesino sencillo que sin dobleces espirituales mira fijamente a los ojos de la Divina Pastora, en su lenguaje tosco que la fe hizo poesía, reza a la Virgen:

— Yo no sé hablarte, Madre, pero tengo el alma tan llena de angustias, con tantos pesares, que sé que te agrada que deje a mi alma salirse a los ojos y mirándote fijos te hablen. Tú entiendes mi lengua porque eres Pastora y sabes de los campos; del olor a heno, del lenguaje claro del cielo y del viento; del sol despeinando maizales y lunas tejiendo luceros. Tú sabes mi lengua; la lengua en que habla el arroyo y los ventisqueros. Yo quiero pedirte, Pastora, que mi hija se salve... ¡Se me va ese cachito de carnes rosadas! Me lo dicen claro sus labios entreabiertos, me lo dice el cielo, me lo dice el viento y el fuego que siento en sus manos finas. Quiero que me escuches; ay, Madre...! Yo vivía feliz, más feliz que nadie, que lo que en mi hogar faltaba lo llenaba un cariño muy grande. Mucho trabajaba, que la tierra es dura y duro es labrarla. Cuando amanecía, aún con las estrellas, me salía al trabajo, mi cigarro humeante en los labios, las alforjas llenas... Qué contento me iba cantando por la trocha abajo! Volvía la cabeza y en la puerta abierta, mi Rosario buena alzaba la mano, dejaba en mis ojos la caricia tierna de sus ojos claros. Y yo, a trabajar. Mi mente en la casa, en los niños que dejé durmiendo y en la madre que dejé velando. Era feliz. Por el verde atajo volvía y en mis labios bailaba y bailaba el repiqueteo de unas alegrías. Hasta que, Pastora, ¡un día!... Mi niña, una rosa fresca, de colores vivos como las cerezas, se puso amarilla como la mazorca y sus manos blancas, moradas como las violetas... Ya no fui cantando más por la trocha abajo, ni fuerzas tenía para clavar el arado. Mi mano, ¡ay, Dios!, se quedaba yerta sobre la mancera y, al hundirse la reja, parecía que hundía su cuchilla en mi alma... Tú conoces todo, Pastora. También supiste de un hijo que se te moría. Desde entonces, Madre, siento el alma vieja siendo el cuerpo mozo. He sufrido tanto, que encuentro mi cuerpo como el fruto que, verde por fuera, nos oculta avaro sus carnes marchitas; como el río, que en cristales azules envuelve y encubre la muerte que en su seno anida. Ya tengo deshechos los nervios; en sombras ya tengo agotada el alma y en tantas noches de vela a su vera siento ya el contraste de mi cuerpo joven con la fría inercia de su alma muerta... Tiene que vivir. Necesito su alma; que siga durmiendo mi espíritu el tranquilo sueño de una paz muy clara, junto a mi Rosario y a mis hijos sanos. Tú lo puedes todo. Quémame las mieses que doradas tengo; sécame las tierras, mátame las bestias que arando me daban el pan a diario; que no quede un grano sobre mis graneros. ¡Todo, todo es tuyo! Dispon de mi vida que te ofrezco entera... ¡Pero... dame a ella!—

Cuentan los viejos que aquel día tenía la Pastora una lágrima sobre su mejilla y una sonrisa abierta, gozosa. Y el hombre sencillo que le habló a la Virgen con la oración en los ojos, halló al llegar a su casa a su hijita buena, risueña y alegre como una rosa más que ofrecer al paso de la Divina Pastora.

Yo no sé, Pastora Divina de Cantillana, si también este año dejaré de verte en el reinado luminoso del día ocho; pero si la vida me obliga a no verte, sabes que mi alma te acompaña, hecha plumón blanco en la paloma que en tu regazo anida. Con amor infinito, silenciosamente, tan silencioso como los cipreses que velan un nicho, yo he de estar contigo, te he de sentir junto en la madrugada única...

Juan Rios y Perez de Vargas (q. e. p. d.)
Publicado en Cantillana y su Pastora, número 2, 1948.

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